sábado, 19 de septiembre de 2009

El ensordecedor latido de tu frágil corazón.


Durante semanas, mientras peinaba su pelo frente al espejo lo ensayó, lo actuó y hasta se lo creyó.
Se inculcó que ya no había nada, mucha agua o quizá no tanta, pero limpia había pasado bajo el puente.
Había construido mundos ideales sin él, con él siempre presente.
Los cimientos del castillo ideal de su vida nueva, estaban construidos con partes irremplazables que él le había prestado, que no le quería quitar, de buen tipo se las dejaba, pero ella ya había resuelto devolvérselas o echarlas al fuego del olvido dejando inestable todo.
Ella lo había dejado porque temía que la rutina terminara por lastimar de lleno a ambos, pero rondaba la certeza de que el amor estaba intacto, sin embargo, no lo notó. Más tarde se dio cuenta de que el muchacho era el aire que le daba vida, pero era tarde, la soledad era su condena, pero no estaba condenada de por vida.

Esa noche, en la que quiso festejar algún logro personal, era igual a todas en las que su amor no había estado, (aunque ella siempre lo llevara bien presente, sintiéndolo por todos los rincones) monótona, sin guitarras ni besos ni abrazos, pero apacible.
Tal vez, luego de tantas horas de ensayo frente al espejo, varios litros de lágrimas derramados y miles de lapiceras que gritaron su nombre, le habían calmado el corazón y “si me lo cruzo será algo más, algo que tiene que pasar”, dijo al aire.

La oscuridad caminaba tranquila de la mano con las estrellas, todas sin apuro iban hacia donde van siempre, a chocar de lleno con el sol y las nubes. Y así se veía terminaría esa noche, en un encuentro, ¿Evitable? Quizá ¿Necesario? Totalmente.
La mujer acomodó con su índice un mechón de pelo que se posaba acariciando su frente, no lo notó, pero suspiró y miró buscando a alguien. Pese al detalle de la expectativa de un encuentro no esperado, era dueña de todo el lugar, manejaba sus palabras y silencios a placer.
Dominaba su forma de expresarse con las manos y pintaba todo cuando sus pestañas, amigas de sus parpados, bajaban y subían.

Sentía que lo que tanto había añorado, la calma, la alegría de poder rehacer su vida, estaba empezando a concretarse. Se vio parada frente a un gentío que la hacía sentir cada vez más segura y con más ganas de reír.
Nadie susurraba su nombre por lo bajo con la voz parecida a él y hasta escuchó una canción que lo nombraba en cada sílaba y pensó con una hermosa sonrisa que ya no lo extrañaba.

Pero claro, los Dioses, como los hombres, no se divierten viendo en la fuente del destino, historias que no tienen complicaciones, por ello vaya a saber cual de los despiadados decidió que él se corporice. Su presencia tomó a su mundo construido de a poco y lo sacudió. Lo agarró por un extremo y sin quererlo le dio de patadas, lo lanzó hacia arriba y no lo abrazó cuando caía, prefirió que se azotara contra el piso y tomó una pala y tapó los rastros de lo sucedido con un piadoso “hola”.

Con la garganta hecha un nudo (los cuales utilizaba su corazón para poder treparse hasta su boca y poder abandonarla) y con sus ojos convertidos en un mar verde, murmuró las maldiciones más profundas que pensó nunca podía esgrimir. "Deje salir un par de risas estruendosas para evitar una cascada de lágrimas, e intenté reincorporarme, a pesar de que el cuerpo me temblaba como una hoja, y un escalofrío helado me surcaba por dentro, mezclándose con una sangre que hervía y corría apurada para llegar al músculo latiente que parecía, me iba a explotar", me contó, aunque no era necesaria la aclaración, yo le había visto la cara, sabía lo que le pasaba.

Sin embargo, levantó su frente digna, su pecho fuerte, sus manos y piernas temblorosas y decidió irse. Su corazón tardó más, pero también se fue, estaba mareado de tanto golpearse contra las paredes de su cuerpo yo lo escuché, de lejos, “Dante”, decía.


Autor: Fermín Tristán Balbuena.

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