sábado, 22 de octubre de 2011

Sudestada


Ahí está, otra vez en el frío rincón, contemplando el vacío. Otra vez de cara al abismo de sus miedos, torturas constantes que el tiempo le forjó. Está en el borde, merodeando los límites de la sinrazón.

No hay aire, no hay luz.

Tan sólo intenta esbozar un par de palabras que no dicen nada, palabras sucias y deshonestas que no pueden expresar ni la más mínima chispa del fuego que le recorre las venas, incendiándose sin fin.

Palabras inútiles que se convierten en silencios feroces.

Solo se escucha el zumbido del viento en la ventana.

Sigue de espaldas al mundo, persistente en sus grietas hondas que le arrancan lluvias constantes, sigue bordeando en puntas de pie, el profundo abismo circulando alrededor de la más alta de las cornisas. Se detiene a mirar, midiendo la altura que le depara, quizás.

Se repliega en silencio, el lenguaje es un instrumento inservible ya.

Respira.

Vuelve a respirar, esta vez más profundamente.

Toma una última bocanada de aire, honda y dolorosa, como un intento final de apagar el incendio.

No se extingue, aún quema hasta en las mejillas, duras por la sal.

Corre en dirección al precipicio con los brazos abiertos y salta.

Ya no le quedaba otra opción más que dejarse caer.

sábado, 1 de octubre de 2011

Él


“Ellos son dos por error que la noche corrige” (Eduardo Galeano)


La tarde, en el frío y con vos.
Vos, de frente a la altura de mi abismo.
Vos, entrometido en las hondas grietas de mi ser.
Vos, que sin más armas que tus ojos, vas invadiendo y avanzando sobre mi campo de batalla.
Vos, que usás tu mirada firme para hacerte un lugar en la lucha que disputan mis deseos y mis miedos.
Miedo, qué palabra más fea…
Pero es el miedo lo que persiste.
Miedo a tener que declararme completamente rendida ante el ataque de tus besos, que poco a poco, van plantando las banderas de victoria.
Miedo a que el juego constante de nuestras manos, se vuelva un vicio.
Miedo a que nuestras bocas se hagan muy amigas, al punto de ser casi inseparables.
Miedo a que tus silencios sigan siendo mis firmes certezas.
Miedo a que continúes como protagonista de las batallas que disputo contra mí misma.
Miedo a que tu piel se combine con la mía y se haga una sola.
Miedo a que tu amor apunte certeramente, dispare y se me haga una herida insoportable.
Miedo a vos, que sin quererlo, te plantaste con preguntas y lograste conquistar mis rincones más escondidos, descubriendo así mis dolores más profundos.
Y tus manos estaban con las mías.
Y tus ojos con mis lágrimas.
El cielo se hizo noche, vos te quedabas.
Hiciste de mis grietas, tu camino.
Pero no te diste cuenta de que mientras más avanzabas, más te descubría.
Así, puro y en silencio.
Instante más y me repliego.
Me das el tiempo necesario para que me recupere con una bocanada de aire.
Con el puñal en la mano, arremeto.
No te defendés. Tu mirada sigue fija, suspendida en el tiempo.
Dos miradas, una batalla atroz.
Y no hay manera de salir ilesos, si elegimos, herirnos con placer.

sábado, 15 de enero de 2011

Alias Pablito.


Ella se ve rara, se mira en el espejo, busca y en el reflejo no encuentra lo que el resto de las personas ve. Es que hay algo que le pasa por dentro que hace que aprecie su figura de un modo completamente distinto. No se ve fea, de hecho, bien sabe que su metro setenta, sus ojos color verde musgo, su piel tostada y el pelo castaño la hacen parecer un tanto original en una sociedad en la que la proliferación de rubias platinadas artificialmente es una moneda corriente por ser el estereotipo sexual del momento, sin embargo tampoco osa en considerarse una hermosa mujer. Carga en sus espaldas la pesada mochila de la inseguridad por sentirse diferente al resto de las mujeres de su edad precisamente porque ella no es lo que sus padres esperaban que fuera. Su padre desde la temprana adolescencia la atormentaba con reclamos para que tuviera más amigas mujeres y cortara un poco el contacto con los varones, y su madre en silencio miraba para otro lado y se paraba detrás de los gritos del padre porque suponía que así debía ser, que eso era lo correcto, que ya era tiempo de dejar de lado tantos partidos de fútbol y todas esas carpetas forradas con los jugadores que más la emocionaban.
Pero ella no podía, llegó a extremos irrisorios con tal de no perderse un partido de River Plate, o por seguir a los jugadores a los que con el tiempo había aprendido a amar, como Sorín, Crespo, Almeyda y luego, D’Alessandro y Mascherano. Nada era más importante, valía la pena despertarse temprano un domingo o dormirse muy tarde si podía ver los resúmenes de las ligas extranjeras en las que los veía bailar en el campo, con la pelota entre los pies y eso la hacía feliz.
Muy difícil fue ir creciendo y que dicha pasión se fuera haciendo cada vez más profunda, de hecho le costó horrores compartir con sus amigas el tremendo amor que sentía por el deporte que siempre fue signado para los hombres, y lógicamente muchas veces fue dejada de lado, al margen de las “reuniones de chicas” por considerarla “machona”. Es que no entendía por qué una mujer no podía reír a carcajadas sin que la miraran con cara de “¡qué exagerada!” o por qué la miraban mal cada vez que se sentaba y levantaba las piernas para sentarse sobre ellas. Su madre tuvo muchos intentos fallidos a la hora de convertirla en la mujer que dios y la sociedad mandan; es más, mientras más lo intentaba peor era para su hija, porque se sentía tan fuera de lugar que elegía el encierro o el enojo frente a tan ortodoxas demandas.
A medida que crecía, se encontraba cada vez más rodeada de amigos, con los que hasta el día de hoy se siente plenamente feliz y fue con ellos con los que compartió los momentos más placenteros de la amistad por el simple hecho de que a su lado se sentía libre, desinhibida, propia, tal como ella quería ser, con su risa estruendosa y potente, sentada con las piernas arriba de la silla y hablando de los goles del torneo, del partido que River había ganado sobre la hora, del nuevo pibe que subieron de la reserva y que pintaba para romperla a lo largo del campeonato. Fue por eso que sus amigos la trataban como si fuera “un vago más” y habían tomado la decisión de re-bautizarla, lejos de las iglesias ésta vez, y empezaron a llamarla “Pablito”. Por supuesto que sus padres no sabían nada de todos esos códigos que con el tiempo se habían ido fortaleciendo, para ellos significaría una terrible decepción y la catalogarían como una vergüenza familiar y no importaba comprender su felicidad. Pero estaba claro que por más que sus padres se rehusaran a gritos una y mil veces, ella amaba el fútbol como si hubiera nacido varón y por eso mismo se animaba a tirar al carajo los mandatos sociales que de pequeña quisieron imponerle.
Al margen de sus padres, había alguien en su familia que compartía exactamente la misma pasión, con el mismo fervor y ansiedad, su hermano mayor. Él no podía evitar quejarse de que ella no podía ver un partido en silencio, no por molesta sino por no ser capaz de controlar sus emociones, pero por otro lado le encantaba saber que ella estaba sentada cerca, que tuvieran esos noventa minutos juntos para tomar mate y discutir jugadas, que los dos tuvieran el mismo reflejo de saltar de la silla cuando metían un gol los de la banda roja y se abrazaran hasta fundirse en un solo ser desaforado y gritón. Por esa misma pasión que los unía, su hermano fue el primero en llevarla a una cancha de fútbol, a pesar de haber nacido y vivido hasta los 10 años frente a una, y fue él quién se sentó a explicarle los diferentes esquemas tácticos, las posiciones de los jugadores y le contó alguna que otra leyenda porque entendía que a su hermana no le bastaba con lo que le entraba por los ojos cada vez que asistía al maravilloso espectáculo del partido con la salida del equipo a la cancha, los millones de papelitos volando por el aire, los cantitos con los que se alentaba y la lluvia de insultos que siempre tenían de protagonista al árbitro; no le era suficiente ver y sentir los partidos que se disputaban, quería comprender el juego completamente y así poder sentirse calificada a la hora de opinar en las reuniones con amigos, en la cancha misma, o en las discusiones propias del almuerzo de cada día, desafiando a sus amigos y hasta a su padre por una jugada bien armada, una mano no sancionada o una posición adelantada.
Por eso le dicen “pablito”, por eso sus amigas le dicen que le va a crecer pronto la barba y por eso sus padres tuvieron que aprender a convivir con ella y sus pasiones y comprender que su amor desenfrenado por aquél deporte exclusivo de hombres no se trataba de un desorden hormonal sino de un gusto personal que a lo largo del tiempo fue transformándose en más exquisito y selecto.
Al día de hoy continúa intacta su exaltación frente a la pelota, sigue yendo a la cancha con su hermano y junto a él grita los goles como loca, insulta árbitros y alienta al equipo saltando y cantando. Sin embargo, cuando retorna a su casa luego de la jornada futbolera, se toma unos minutos para mirarse otra vez en el espejo, tal como al principio, y sonríe. Si, sonríe porque se ve segura y feliz de ser una mujer que se anima a jugar con los roles y los estereotipos socialmente aceptados, se atreve a ser “pablito” frente al mundo por un rato para disfrutar del deporte que le saca sonrisas y la buena música del alma.

jueves, 13 de enero de 2011

Aprendiendo a decir "adiós"

Pasó en octubre, no recuerdo con precisión el día tal vez por el simple hecho de que lo menos importante era la fecha. Me levanté muy temprano, durante toda la noche me la había pasado dando vueltas en la cama intentando conciliar el sueño que en efecto, no se concretó. Los nervios me ganaron y no me dejaron pegar un solo ojo mientras en mi cabeza intentaba predecir todo lo que iba a pasar a lo largo de esa mañana que me esperaba en el sanatorio. Al levantarme no desayuné por el requisito básico de no tomar nada antes de una extracción de sangre y menos mal que no lo hice porque los pocos mates que me animé a probar durante el viaje me revolvieron las tripas hasta sentir un fuego intenso en el estómago. Por suerte mi hermano también viajó, no sé que hubiera hecho sin su mano teniendo la mía al momento de cruzar el umbral de aquella clínica. Se sentí mareada, me faltaba el aire, respiraba con mucha dificultad y el corazón parecía que se me iba a salir. Me agarré fuerte de Facundo, que caminaba a mi lado e intentaba calmarme. Pero no lo logró ya que temblé entera al cruzar esa puerta. Suspiré profundamente y caminé hasta la habitación en la que estabas. Cuando te ví, no lo soporté. Me descubrí maldiciendo por dentro a ese dios amnésico en el que creías por haberse olvidado de vos y por ser incapaz de exorcizar a los demonios que te consumían el cuerpo, no me salió otra cosa, y de impotencia y bronca lloré en silencio. Como pude, te devolví una sonrisa, como a vos siempre te gustó y te dije que estaba lista para hacerlo y me fui al pasillo. Me quedé ahí, no sé cuantos fueron los minutos en los que permanecí sentada mirando la nada, sintiendo una tristeza tan grande y profunda, fría, de esas que nunca había experimentado. No sabía que hacer ni qué decir. Me sentí inútil e incapaz de cualquier posibilidad de sacarte una sonrisa al menos. Escuché a los médicos y sus diagnósticos horribles refiriéndose a vos y me enojé. Me enojé tanto con dios, con el mundo, quería romper a golpes todo porque no entendía, no me entraba en la cabeza, no existía en mí la posibilidad de despedirme de vos. Luego de eso, me sacaron de esa nebulosa en la que estaba perdida para decirme que tenía que bajar al laboratorio para que me hicieran la extracción de sangre que te hacía falta, me midieron la presión y me dijeron que la tenía muy baja, que era peligroso donar sangre así, pero ya nada importaba. Dije que no había problemas y que me sacaran igual. Te juro que si hubiera sido posible, te hubiera dado mi sangre y mi cuerpo con tal de verte bien otra vez, como cuando llegabas a Paraná y me exigías que te preparara el mate, mientras me interrogabas sobre mis “candidatos” y me pellizcabas los rollitos de la cintura.
Y mi sangre corrió, mi corazón bombeó con más fuerza que nunca, a pesar de sentirse completamente desgarrado, directo a tus necesidades y a las de todos los que te queríamos sinceramente. Volví a la pieza y me agradeciste con una sonrisa. La tía también, prometiéndome algún regalo por el gesto de darte un poco de mi sangre y no supe hacer nada más que abrazarla y decirle que no, que no era necesario y que estaba a su disposición por cualquier cosa que fuera necesaria, aunque las cartas ya estuvieran echadas. Me despedí sonriéndote, no sabía de qué otra manera hacerlo. Te abracé y te di un beso con la esperanza de que algún milagro ocurriera en esos días. Durante todo el viaje de vuelta me invadió el silencio, recé por vos a pesar de tener un enojo profundo con ese dios maldito que no hizo nada, y mi furia crecía y crecía hasta sentir que el mundo entero era una suerte de infierno inhabitable, horrible y lo quería romper completo porque no me bancaba la situación, no sabía manejarla, el dolor me ganó y el único modo, tal vez ya sin sentido, que encontré para hablarte y decirte todo es este, escribiendo letras que ya no sirven y que no vas a leer, que no calman el dolor de haber tenido que despedirme de vos para siempre… Porque te quería más de lo pensaba.

sábado, 1 de enero de 2011

Año Nuevo


Cada vez que se termina un año y comienza uno nuevo, la mayoría de la gente realiza una suerte de examen de conciencia analizando, balanceando las experiencias sumadas a lo largo de ese año que llegó a su última etapa. Supongo que es un modo particular de retrotraerse a los momentos felices, plenos y libres, a los que lógicamente se le restan los tiempos difíciles, por no decir tristes o angustiantes.
Intento colocarme en esa posición de árbitro de mi propia vida a lo largo de un período de doce meses y la verdad es que no logro hacer el “balance”, por ende no obtengo saldo ni positivo ni negativo. Siempre he tenido el defecto de ser una persona por demás subjetiva, atada a mis sentimientos y éstos no me permiten osar de una actitud objetiva, por llamarlo de algún modo.
Sin embargo, sé que si hay algo que puedo decir es que me sentí y me siento viva. Me encuentro colmada de ideas, proyectos, sueños y ganas de trabajar en pos de concretar esos anhelos que tanto me desvelan; y en esos planes, voy recorriendo rutas, buscando el horizonte como excusa para caminar. Y es precisamente en esas rutas en las que me encuentro con otros como yo, que tienen proyectos también y están dispuestos a luchar por ellos, a veces caminamos juntos por mucho rato encantados con la idea fugaz de creer que no existe fuerza posible que separe nuestra caminata y a veces el encuentro es tan efímero que no pasa de ser un simple reconocimiento de rostros soñadores. Pero así descubrí nuevas sensaciones… Descubrí que nada se compara a una mirada profunda y llena, que se sostiene sola y da la pauta de que el amor no es una idea; así como también me percaté de que no existe nada más placentero que el abrazo sincero de un amigo en los momentos en los una quiere romper el mundo a cadenazos; me asombré de encontrar placer en música que antes no me despertaba ni un solo minuto de atención, y me asombró aún más mi falta de temor a la hora de encarar viajes que me llevaran lejos de mi hogar y de mis amigos, arriesgándome en ciudades desconocidas pero que se fueron poblando con rostros nuevos que despejaron todas mis dudas en esas calles anónimas; encontré más de un amigo por arriesgarme; sentí nuevas letras de la mano de autores que ignoraba por completo; me animé a pensarme dentro del mundo de la literatura, siguiendo las ganas que hasta ahora traía reprimidas de estudiar lo que es mi pasión desde que era una niña.

Sería muy limitado de mi parte llamar “balance” a estas reflexiones, de hecho, nunca me lleve bien con los términos contables y sus derivados numéricos… Me gusta pensar que son, más bien una suerte de agradecimiento a quienes para bien o para mal, dejaron marcas en la ruta que compartieron conmigo. Después de todo, el olvido nunca es una posibilidad viable para mí ya que cada huella es un momento digno de volver a pasar por el corazón. Y todo tipo de sentir denota que una está viva, que aún siente, que aún es y aún continua caminando en pos de aquél horizonte que sirve como excelente excusa para relacionarse con otros y con el mundo mismo, aprendiendo que el sentido de los días, de los meses, de los años está en el exquisito sabor de sentirse (y hasta saberse) libre y repleto de vida…

martes, 28 de diciembre de 2010

Ausencia - Sandra Russo


Cuando no estás, mi vida sigue.
Y encuentro que ella tiene su peso propio.
Casi con alborozo lo descubro.
Puedo sobreponerme a tu ausencia.
Puedo pensar en mi trabajo.
Puedo seguir a cierta velocidad.
Pero a medida que tu ausencia crece, aprende a hablar y me dice que hay un hombre, un olor, un tono de voz, una sonrisa, un cuerpo que mi cuerpo extraña.
Y eso que extraño es una combinación de coordenadas irrepetibles, un caleidoscopio con figuras móviles y espléndidas.
Soporto bien tu ausencia.
Pero cuando vuelvo a tenerte a un milímetro de mi cara, y sé que vas a entrar en mí, tengo la sensación de que nosotros dos somos mejor que todo.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Acabo de mirar el reloj - Eduardo Sacheri


Acabo de mirar el reloj, y sé que con ese simple gesto he destruido el hechizo endeble, la sutil telaraña que estábamos tejiendo entre los dos. Lo supe al volver a mirarte: ya nos vimos desde distancias oceánicas, desde desfiladeros estrechos y distantes. Supe así, como tantas otras veces, que te había vuelto a perder para siempre.

Llegaste temprano, como es tu costumbre, y te sentaste de frente a la puerta, y contra una de las ventanas que dan a la calle, para poder verme llegar sin sobresaltos. Te entretuviste dibujando servilletas de papel y mirando de tanto en tanto para afuera, tratando de decidir qué cara poner cuando me vieras. Cuando me presentiste doblando la esquina, y para no ponerte colorado, te pusiste a contemplar reconcentrado el mantelito de hilo, marcando los cuadrados con el dedo, como si fuese un lápiz. Cuando por fin entré, también hice lo mismo de siempre: fingí buscarte sin hallarte en los rincones más alejados del café (y eso que sé de memoria que siempre te sentás frente a la puerta, contra las ventanas que dan a la calle). Giré como si estuviese por irme, y así logré mi victoria, mi efímera pero imprescindible pero sádica pero dulce victoria: te pusiste de pie, atolondrado, chocaste los muslos contra la mesa y estuviste a punto de derribarla, atajaste como pudiste el florerito con flores artificiales antes de que saliera volando, y por fin me hiciste un gesto como para que te ubicara. Recién entonces me digné a mirarte. Te sonreí, pero sin los ojos, para que te dieras buena cuenta de que era una sonrisa de esas que se dedican al kiosquero o al cajero del banco. Antes de sentarme, te di un beso en la mejilla, o más bien un golpe de mi mandíbula en tu rostro. Vos solías decirme cuánto te gustaban mis besos en la mejilla. Decías que eran cálidos, llenos, agradables. Por eso, desde que nos separamos, cuando nos vemos te obsequio ese golpe con el costado de la cara, para que adviertas el desprecio y la repugnancia que me produce el mínimo contacto con tu piel. A veces me arrepiento de ese sadismo, pero supongo que humillarte me calma los nervios del encuentro. Es como un modo de perdonarme a mí misma el haber venido, haber sucumbido a esta inútil reincidencia en nuestro tumulto de emociones viejas. La cosa funciona, porque herido en tu amor propio endurecés la voz y fruncís el gesto, y empezás a hablar con tu tono pausado de abogado rutinario. En ese momento me convenzo, como una nena, de que hice bien, de que nuestra recíproca frialdad nos exonera de la vergüenza de haber venido, de que son ciertas las excusas que acepté para que nos encontrásemos.

Y desde que llamaste (siempre llamás vos, como si supieras que soy incapaz de la valentía de iniciar esto por mi cuenta) mi vida se ha alterado por completo: cuento los días que me faltan para verte, y al mismo tiempo me doy clases mentales acerca de cómo sustraerme a tu influjo maquiavélico.

Aquel día (como todos los días en los que llamás, esos días marcados con rojo en la penumbra de nuestros desencuentros) me preguntaste por los chicos, por mi trabajo, por un montón de cosas. Hasta te tomaste el trabajo de preguntarme por José y por mamá (hondo sacrificio, por cierto, porque sé que los odiás con toda tu alma). Mientras te escuchaba y te contestaba con obviedades adecuadas a lo trivial de tus preguntas, me sentí mala. Yo sé perfectamente para qué llamás cuando llamás, y por eso me invade un desasosiego más propio de los quince que de los treinta y cinco. Pero me regodeo en tu desesperación, que crece a medida que corre el tiempo sin que yo dé señales de entender tus enigmas. Así te tengo un rato, hasta que tus preguntas titubean y agonizan entre silencios prolongados. Y cuando estás por cortar, recién entonces y justo en ese momento, me vence el terror de perderte y empiezo yo a preguntarte nimiedades. Hasta te hago hablar de Rita (aunque me decepciono cada vez que me respondés que está todo bien, que todo sigue sin problemas, porque siempre anhelo secretamente que me digas que no, que no corre más, que se acabó, que no funcionó). Y en algún recodo de esa charla de locos, una pregunta al azar, un comentario intrascendente, permitirá el puente justo para el “claro, eso sería mejor charlarlo con algo de tiempo, ¿no?”. Y el otro se hará un poco el distraído, al final dirá que buen, que nos podemos encontrar en el café, sí, sin apuro, un día que nos quede cómodo a los dos, exacto, dejame ver cuándo se puede quedar mamá con los chicos, cuándo puedo salir temprano del estudio, ajá, bueno sí, chau, un beso, otro para vos y los chicos, click.

Por eso, porque desde que colgué no hice otro cosa que arrepentirme de haber pactado este encuentro hipócrita, te golpeé la mejilla al encontrarte, y me hice la distraída al entrar al café, y miré la hora cada minuto y medio para darte a entender que estabas poniéndote pesado y que tenía un sinnúmero de cosas que hacer, infinitamente más importantes que estar enfrente tuyo en un bar que iba oscureciéndose con el correr de la tarde.

Y vos me dejaste hacer, sin decir nada. Seguiste jugando con el sobrecito de azúcar, despegándoles lentamente los bordes y vaciando el contenido de a poco en el pocillo vacío. Hablamos de lo que teníamos que hablar de los chicos, combinamos cuándo vas a quedarte con ellos quince días para que yo me vaya con José a Río de Janeiro, y hasta me recomendaste un par de libros nuevos de derecho comercial imprescindibles para una abogada eficiente. Y entonces, cuando nos quedamos a solas y repletos de silencio, me miraste como sólo vos sabés hacerlo: con el trépano en llamas de tu mirada sin tiempo, al fondo de mis propios ojos, de mi cabeza, de mis más ocultos pensamientos. Y yo te vi igual que siempre, iluminado de lado por un sol agonizante, con tu barba entrecana y tu pelo raleado y tus ojos grises y chiquitos. Y fue exactamente en ese instante, ni antes ni después, sino justo cuando el sol se moría con la tarde, que sentí cómo dentro mío se derrumbaba estrepitosamente la puerta que cierra los límites de tu reino. De nada me sirvió mi manual de sadismo para amas de casa, ni mi postura de mujer superada, ni mi estúpida actitud belicosa. En tu reino, ésas cosas son armas perimidas. Y me encontré de pronto recorriendo las mismas sendas ahogadas por los yuyos, y contemplando los mismos paisajes reposados. Volvieron los colores y los aromas, y las canciones y los recuerdos cubiertos por el polvo. Fuimos adentrándonos por los senderos sinuosos y conocidos, reconociendo cada árbol y cada montecito, y cada lápida de nuestro cementerio. Como por arte de magia, las telarañas del olvido desgajándose y dejándonos uno frente al otro con la simpleza y la plenitud que sólo conservan los amores perennes y fracasados. Se borró el café, el sol agónico, Buenos Aires y el jueves a la tarde. Nos guiamos mutuamente por el laberinto de nuestros recuerdos, para no herirnos en las zarzas de nuestros recíprocos desengaños; y cuando quisimos acordarnos nos hablábamos con la dulzura y la complicidad que prometimos cien veces no volver a prodigarnos. Las siguientes dos horas estuve en tus dominios, reviviendo aromas y colores de un pasado detenido en el tiempo. El universo se redujo a tu voz y a la mía, acariciándose en el aire tibio del café, ahogándose en risitas contenidas y en silencios nostálgicos. Y entonces fue cuando miré el reloj y vi que eran las nueve y media, y como me pareció imposible me volví a mirar el reloj de la barra. Y como ése también me dijo que nuestro tiempo había vuelto a morir sin descendencia, fue que entendí que se había roto nuestro hechizo endeble, nuestra sutil telaraña inútil.

Ahora, cuando me tome el subte para volver a mi casa y a mi vida, y cuando camine aterida de frío y de desamparo por Caballito, pensándote a vos haciendo lo mismo por Temperley, voy a arrepentirme de haberte encontrado. Al entrar en casa inventaré apurada una pelea inexistente que desoriente a José y le esplique mi desasosiego. “Es el mismo sinvergüenza de siempre”, dirá él, para darme a entender que me entiende y me sostiene. Y yo le diré que sí, casi sollozando, casi largándome a llorar como una nena. Pero no será por fingir, no será por hacerle creer que me lastimaste, sino porque esta noche saberte fuera de mi vida, saber que por meses o por años tu reino va a cerrarse de nuevo a mi visita furtiva, aceptar de nuevo mi vida sin vos en ninguna parte y en ningún momento, se me hará insoportable. Él no entendería –si al cabo ni siquiera yo lo entiendo- que mi vida sos también vos. Vos en alguna parte, vos escondido, vos a medias sepultado por los rencores y las culpas. Pero vos vivo, custodiando celoso y sereno la estrecha extensión de tu reino, esperándome sin prisa para abrir la pesada verja que lo oculta.

En mis sueños, ese caos se resuelve en la sencillez cristalina de unas pocas frases: te encuentro, nuestros ojos se cruzan en miradas incandescentes, y con la franqueza reposada en verdades demoledoras te digo que no quiero volver a verte, pero que mi vida sin vos no funciona, aunque con vos tampoco funcione. Te pido que no me llames más, pero en seguida me desdigo y te confieso que necesito que lo hagas. Te increpo por mi dolor, este dolor sordo de vivir despidiéndote, de vivir extrañándote, a sabiendas de que no hay otro modo de vivirte. Y justo cuando vas a responder, cuando en mi sueño sé que vas a contestar que a vos te pasa lo mismo que tu vida no está entera sin esas expediciones elusivas a nuestro campo de batalla, mi sueño se interrumpe entre sollozos e hipos de llanto.

No importa cuántas cosas buenas tenga mi mundo mañana a la mañana. No van a importar ni los chicos, ni José, ni el trabajo, ni mi vida entera, ni mis descubrimientos en terapia. Solamente vas a importar vos y tu distancia, vos y el misterio de tu vida vaya a saber por dónde, vos y el agujero insoslayable de mi alma. Porque mañana, al despertarme y acordarme del paseo de hoy por nuestro osario clandestino de flores marchitas, voy a entender por qué me niego una vez y otra a volver a verte. Porque mañana, con el sol pegándome en la cara, voy a tomar conciencia de que he vuelto a perderte, sin haberte siquiera tenido. Y eso será lo peor de todo, el saberme condenada a perderte siempre que te encuentro.

Después irán pasando los días, y el dolor se irá apaciguando. Mi vida retomará gradualmente su ritmo cotidiano, y volverán de a poco los colores al universo. Cuando vengas a buscar a los chicos el sábado, evitaré mirarte a los ojos, y vos, con buen criterio, vas a irte de inmediato. Hasta es posible que después de unos meses me crea curada de vos, y piense que por fin he de dejar de sufrir por tu causa.

Pero una noche cualquiera, la menos pensada, te vas a colar en mis sueños. Y como el nuestro es un amor de premoniciones, al día siguiente, o al otro a más tardar, tendré noticias tuyas. Vas a llamarme con las excusas de siempre: que los chicos, que una causa por quiebra que agarraste para no perderla pero no tenés ni idea de cómo llevarla, que un cambio en el cronograma de vacaciones. Y yo, con el corazón galopándome en la garganta, como si tuviera quince y no treinta y cinco, voy a escucharte maravillada, apenas conteniéndome para no gritarte que sí, que cuando quieras, porque no soporto más sin verte. Pero por no arruinar nuestro recíproco teatro, voy a hacerme la dubitativa, voy a descartar un par de fechas de posibles encuentros, y hasta voy a proponerte que lo arreglemos directamente por teléfono. Pero al final, antes de que te de por vencido, voy a decirte que bueno, que de acuerdo, que nos encontremos. Y voy a volver a entrar al bar en el me cites. Y voy a fingir buscarte en los rincones más alejados, a sabiendas de que estarás a un lado de la puerta, sobre las ventanas que dan a la calle.