martes, 28 de diciembre de 2010

Ausencia - Sandra Russo


Cuando no estás, mi vida sigue.
Y encuentro que ella tiene su peso propio.
Casi con alborozo lo descubro.
Puedo sobreponerme a tu ausencia.
Puedo pensar en mi trabajo.
Puedo seguir a cierta velocidad.
Pero a medida que tu ausencia crece, aprende a hablar y me dice que hay un hombre, un olor, un tono de voz, una sonrisa, un cuerpo que mi cuerpo extraña.
Y eso que extraño es una combinación de coordenadas irrepetibles, un caleidoscopio con figuras móviles y espléndidas.
Soporto bien tu ausencia.
Pero cuando vuelvo a tenerte a un milímetro de mi cara, y sé que vas a entrar en mí, tengo la sensación de que nosotros dos somos mejor que todo.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Acabo de mirar el reloj - Eduardo Sacheri


Acabo de mirar el reloj, y sé que con ese simple gesto he destruido el hechizo endeble, la sutil telaraña que estábamos tejiendo entre los dos. Lo supe al volver a mirarte: ya nos vimos desde distancias oceánicas, desde desfiladeros estrechos y distantes. Supe así, como tantas otras veces, que te había vuelto a perder para siempre.

Llegaste temprano, como es tu costumbre, y te sentaste de frente a la puerta, y contra una de las ventanas que dan a la calle, para poder verme llegar sin sobresaltos. Te entretuviste dibujando servilletas de papel y mirando de tanto en tanto para afuera, tratando de decidir qué cara poner cuando me vieras. Cuando me presentiste doblando la esquina, y para no ponerte colorado, te pusiste a contemplar reconcentrado el mantelito de hilo, marcando los cuadrados con el dedo, como si fuese un lápiz. Cuando por fin entré, también hice lo mismo de siempre: fingí buscarte sin hallarte en los rincones más alejados del café (y eso que sé de memoria que siempre te sentás frente a la puerta, contra las ventanas que dan a la calle). Giré como si estuviese por irme, y así logré mi victoria, mi efímera pero imprescindible pero sádica pero dulce victoria: te pusiste de pie, atolondrado, chocaste los muslos contra la mesa y estuviste a punto de derribarla, atajaste como pudiste el florerito con flores artificiales antes de que saliera volando, y por fin me hiciste un gesto como para que te ubicara. Recién entonces me digné a mirarte. Te sonreí, pero sin los ojos, para que te dieras buena cuenta de que era una sonrisa de esas que se dedican al kiosquero o al cajero del banco. Antes de sentarme, te di un beso en la mejilla, o más bien un golpe de mi mandíbula en tu rostro. Vos solías decirme cuánto te gustaban mis besos en la mejilla. Decías que eran cálidos, llenos, agradables. Por eso, desde que nos separamos, cuando nos vemos te obsequio ese golpe con el costado de la cara, para que adviertas el desprecio y la repugnancia que me produce el mínimo contacto con tu piel. A veces me arrepiento de ese sadismo, pero supongo que humillarte me calma los nervios del encuentro. Es como un modo de perdonarme a mí misma el haber venido, haber sucumbido a esta inútil reincidencia en nuestro tumulto de emociones viejas. La cosa funciona, porque herido en tu amor propio endurecés la voz y fruncís el gesto, y empezás a hablar con tu tono pausado de abogado rutinario. En ese momento me convenzo, como una nena, de que hice bien, de que nuestra recíproca frialdad nos exonera de la vergüenza de haber venido, de que son ciertas las excusas que acepté para que nos encontrásemos.

Y desde que llamaste (siempre llamás vos, como si supieras que soy incapaz de la valentía de iniciar esto por mi cuenta) mi vida se ha alterado por completo: cuento los días que me faltan para verte, y al mismo tiempo me doy clases mentales acerca de cómo sustraerme a tu influjo maquiavélico.

Aquel día (como todos los días en los que llamás, esos días marcados con rojo en la penumbra de nuestros desencuentros) me preguntaste por los chicos, por mi trabajo, por un montón de cosas. Hasta te tomaste el trabajo de preguntarme por José y por mamá (hondo sacrificio, por cierto, porque sé que los odiás con toda tu alma). Mientras te escuchaba y te contestaba con obviedades adecuadas a lo trivial de tus preguntas, me sentí mala. Yo sé perfectamente para qué llamás cuando llamás, y por eso me invade un desasosiego más propio de los quince que de los treinta y cinco. Pero me regodeo en tu desesperación, que crece a medida que corre el tiempo sin que yo dé señales de entender tus enigmas. Así te tengo un rato, hasta que tus preguntas titubean y agonizan entre silencios prolongados. Y cuando estás por cortar, recién entonces y justo en ese momento, me vence el terror de perderte y empiezo yo a preguntarte nimiedades. Hasta te hago hablar de Rita (aunque me decepciono cada vez que me respondés que está todo bien, que todo sigue sin problemas, porque siempre anhelo secretamente que me digas que no, que no corre más, que se acabó, que no funcionó). Y en algún recodo de esa charla de locos, una pregunta al azar, un comentario intrascendente, permitirá el puente justo para el “claro, eso sería mejor charlarlo con algo de tiempo, ¿no?”. Y el otro se hará un poco el distraído, al final dirá que buen, que nos podemos encontrar en el café, sí, sin apuro, un día que nos quede cómodo a los dos, exacto, dejame ver cuándo se puede quedar mamá con los chicos, cuándo puedo salir temprano del estudio, ajá, bueno sí, chau, un beso, otro para vos y los chicos, click.

Por eso, porque desde que colgué no hice otro cosa que arrepentirme de haber pactado este encuentro hipócrita, te golpeé la mejilla al encontrarte, y me hice la distraída al entrar al café, y miré la hora cada minuto y medio para darte a entender que estabas poniéndote pesado y que tenía un sinnúmero de cosas que hacer, infinitamente más importantes que estar enfrente tuyo en un bar que iba oscureciéndose con el correr de la tarde.

Y vos me dejaste hacer, sin decir nada. Seguiste jugando con el sobrecito de azúcar, despegándoles lentamente los bordes y vaciando el contenido de a poco en el pocillo vacío. Hablamos de lo que teníamos que hablar de los chicos, combinamos cuándo vas a quedarte con ellos quince días para que yo me vaya con José a Río de Janeiro, y hasta me recomendaste un par de libros nuevos de derecho comercial imprescindibles para una abogada eficiente. Y entonces, cuando nos quedamos a solas y repletos de silencio, me miraste como sólo vos sabés hacerlo: con el trépano en llamas de tu mirada sin tiempo, al fondo de mis propios ojos, de mi cabeza, de mis más ocultos pensamientos. Y yo te vi igual que siempre, iluminado de lado por un sol agonizante, con tu barba entrecana y tu pelo raleado y tus ojos grises y chiquitos. Y fue exactamente en ese instante, ni antes ni después, sino justo cuando el sol se moría con la tarde, que sentí cómo dentro mío se derrumbaba estrepitosamente la puerta que cierra los límites de tu reino. De nada me sirvió mi manual de sadismo para amas de casa, ni mi postura de mujer superada, ni mi estúpida actitud belicosa. En tu reino, ésas cosas son armas perimidas. Y me encontré de pronto recorriendo las mismas sendas ahogadas por los yuyos, y contemplando los mismos paisajes reposados. Volvieron los colores y los aromas, y las canciones y los recuerdos cubiertos por el polvo. Fuimos adentrándonos por los senderos sinuosos y conocidos, reconociendo cada árbol y cada montecito, y cada lápida de nuestro cementerio. Como por arte de magia, las telarañas del olvido desgajándose y dejándonos uno frente al otro con la simpleza y la plenitud que sólo conservan los amores perennes y fracasados. Se borró el café, el sol agónico, Buenos Aires y el jueves a la tarde. Nos guiamos mutuamente por el laberinto de nuestros recuerdos, para no herirnos en las zarzas de nuestros recíprocos desengaños; y cuando quisimos acordarnos nos hablábamos con la dulzura y la complicidad que prometimos cien veces no volver a prodigarnos. Las siguientes dos horas estuve en tus dominios, reviviendo aromas y colores de un pasado detenido en el tiempo. El universo se redujo a tu voz y a la mía, acariciándose en el aire tibio del café, ahogándose en risitas contenidas y en silencios nostálgicos. Y entonces fue cuando miré el reloj y vi que eran las nueve y media, y como me pareció imposible me volví a mirar el reloj de la barra. Y como ése también me dijo que nuestro tiempo había vuelto a morir sin descendencia, fue que entendí que se había roto nuestro hechizo endeble, nuestra sutil telaraña inútil.

Ahora, cuando me tome el subte para volver a mi casa y a mi vida, y cuando camine aterida de frío y de desamparo por Caballito, pensándote a vos haciendo lo mismo por Temperley, voy a arrepentirme de haberte encontrado. Al entrar en casa inventaré apurada una pelea inexistente que desoriente a José y le esplique mi desasosiego. “Es el mismo sinvergüenza de siempre”, dirá él, para darme a entender que me entiende y me sostiene. Y yo le diré que sí, casi sollozando, casi largándome a llorar como una nena. Pero no será por fingir, no será por hacerle creer que me lastimaste, sino porque esta noche saberte fuera de mi vida, saber que por meses o por años tu reino va a cerrarse de nuevo a mi visita furtiva, aceptar de nuevo mi vida sin vos en ninguna parte y en ningún momento, se me hará insoportable. Él no entendería –si al cabo ni siquiera yo lo entiendo- que mi vida sos también vos. Vos en alguna parte, vos escondido, vos a medias sepultado por los rencores y las culpas. Pero vos vivo, custodiando celoso y sereno la estrecha extensión de tu reino, esperándome sin prisa para abrir la pesada verja que lo oculta.

En mis sueños, ese caos se resuelve en la sencillez cristalina de unas pocas frases: te encuentro, nuestros ojos se cruzan en miradas incandescentes, y con la franqueza reposada en verdades demoledoras te digo que no quiero volver a verte, pero que mi vida sin vos no funciona, aunque con vos tampoco funcione. Te pido que no me llames más, pero en seguida me desdigo y te confieso que necesito que lo hagas. Te increpo por mi dolor, este dolor sordo de vivir despidiéndote, de vivir extrañándote, a sabiendas de que no hay otro modo de vivirte. Y justo cuando vas a responder, cuando en mi sueño sé que vas a contestar que a vos te pasa lo mismo que tu vida no está entera sin esas expediciones elusivas a nuestro campo de batalla, mi sueño se interrumpe entre sollozos e hipos de llanto.

No importa cuántas cosas buenas tenga mi mundo mañana a la mañana. No van a importar ni los chicos, ni José, ni el trabajo, ni mi vida entera, ni mis descubrimientos en terapia. Solamente vas a importar vos y tu distancia, vos y el misterio de tu vida vaya a saber por dónde, vos y el agujero insoslayable de mi alma. Porque mañana, al despertarme y acordarme del paseo de hoy por nuestro osario clandestino de flores marchitas, voy a entender por qué me niego una vez y otra a volver a verte. Porque mañana, con el sol pegándome en la cara, voy a tomar conciencia de que he vuelto a perderte, sin haberte siquiera tenido. Y eso será lo peor de todo, el saberme condenada a perderte siempre que te encuentro.

Después irán pasando los días, y el dolor se irá apaciguando. Mi vida retomará gradualmente su ritmo cotidiano, y volverán de a poco los colores al universo. Cuando vengas a buscar a los chicos el sábado, evitaré mirarte a los ojos, y vos, con buen criterio, vas a irte de inmediato. Hasta es posible que después de unos meses me crea curada de vos, y piense que por fin he de dejar de sufrir por tu causa.

Pero una noche cualquiera, la menos pensada, te vas a colar en mis sueños. Y como el nuestro es un amor de premoniciones, al día siguiente, o al otro a más tardar, tendré noticias tuyas. Vas a llamarme con las excusas de siempre: que los chicos, que una causa por quiebra que agarraste para no perderla pero no tenés ni idea de cómo llevarla, que un cambio en el cronograma de vacaciones. Y yo, con el corazón galopándome en la garganta, como si tuviera quince y no treinta y cinco, voy a escucharte maravillada, apenas conteniéndome para no gritarte que sí, que cuando quieras, porque no soporto más sin verte. Pero por no arruinar nuestro recíproco teatro, voy a hacerme la dubitativa, voy a descartar un par de fechas de posibles encuentros, y hasta voy a proponerte que lo arreglemos directamente por teléfono. Pero al final, antes de que te de por vencido, voy a decirte que bueno, que de acuerdo, que nos encontremos. Y voy a volver a entrar al bar en el me cites. Y voy a fingir buscarte en los rincones más alejados, a sabiendas de que estarás a un lado de la puerta, sobre las ventanas que dan a la calle.

miércoles, 20 de octubre de 2010

No hay que entender

El cielo se puso gris de golpe. Ya lo habían pronosticado en el noticiero de la mañana, pero a veces, el clima muestra sus facetas más rebeldes y no le hace nada de caso a los humanos anuncios. Sin embargo, todos esperábamos esa “leve lluvia aislada” que los periodistas osaron informar.
Pero la tarde del miércoles 6 de octubre no quería ser tan solo una lluviecita cualquiera. Y fue tal vez por el simple capricho o por las enormes sedes de la tierra, que se levantaba enojada cuando el viento la hacía bailar, que la señora protagonista demoró su llegada.
Primero se encargó de preparar el escenario, tiñendo al sol de gris y llenando el aire con un viento frío, helado con olor a agua que invadía los poros. Pero entre tantos preparativos, la tierra se cansaba de esperar. El viento la sacudía y ella, de muy mal humor, nos golpeaba la cara…
Pero no fue tanta la espera. Luego de unos minutos de ventolera violenta, las primeras gotas empezaron a caer. Y yo las escuché, mientras caminaba bajo el techo de chapa del depósito y sentía que tenían ganas de ser cada vez más. Llego un momento en el ya no se escuchaba otra cosa que el choque brusco entre las gotas y las chapas, ya no se distinguía una de la otra y el ambiente de llenó de la música que la lluvia regalaba, con su ritmo bravo y a destiempo pero siempre constante.
Y la noche llegó como invitada de honor. Se reunieron ambas y pasaron juntas las horas. Se desvelaron y recién se separaron cuando el día empezó a mostrar sus primeras luces. El cielo parecía un lienzo recién pintado, un celeste profundo, sin manchas, intacto y el sol se despertó contento, tenía ganas de calentar la tierra y llenar con sus rayos el aire. La tierra también despertó diferente. Lejos quedó su enojo y se mostraba sonriente, llena de colores… Supo saciar su sed y parecía agradecida, por eso hizo florecer a todas las brotes que crecen en ella.
Y yo, que me levanté enojada por tener que trabajar, no pude retener mucho tiempo el enojo… Paraná amaneció limpia. El aire estaba nuevo y lleno de colores. Me vi caminando por la plaza, yendo feliz a trabajar, pensando que no hay espectáculo más increíble que la naturaleza misma; me regaló una noche de lluvia y un amanecer lleno de colores.
Después dicen que la Pachamama no hace milagros...

domingo, 3 de octubre de 2010

Una Sonrisa Exactamente Así - Eduardo Sacheri


Hasta ahora sonreíste siete veces. Por supuesto que las tengo contadas. Hace un rato increíblemente largo que vengo mareándote con mis palabras, por estrategia o por desesperación, y verte sonreír es –me parece- la única huella que puede llegar a decirme si voy bien o si estoy perdido.

La primera fue la más fácil. Las difíciles fueron desde la segunda en adelante. Tu primera sonrisa fue automática e impersonal. Fue un reflejo de la mía. Casi un acto de imitación involuntaria. Un tipo joven se acerca a tu mesa, se te planta adelante y te dice “hola” mientras sonríe y vos, que estabas absorta mirando hacia fuera, hacia la calle, volvés de tu limbo y contestás aquella sonrisa con una igual, o parecida.

Claro, desde allí en adelante que las cosas se complicaron. Fue mucho más difícil conseguir que soltaras la segunda. Porque este desconocido que soy yo, sin dejar de sonreír, te pidió permiso para ocupar la silla vacía de tu mesa. Unos minutos –prometí-, no demasiados. Un rato, porque tenía que decirte algo. Entonces de tu rostro se fue aquella sonrisa, la primera, la del reflejo, la automática, la del saludo, la que era nada más que un eco de la mía. Y en su lugar quedó la extrañeza, la incertidumbre, tus cejas un poco fruncidas, un ápice de temor. ¿Qué quería este desconocido? ¿De dónde lo habían sacado?

Como te sostuve esa mirada, como aguanté a pie firme este bochorno precisamente por causa y por culpa de esa mirada tuya, no de esa pero sí de otra nacida de los mismos ojos –la que tenías mientras mirabas hacia fuera del café sin ver a nadie, ni a mí ni a los otros, justo cuando yo pasaba corriendo por Suipacha-, como te la sostuve, digo, vi que naturalmente estabas a punto de decirme que no, que no podía sentarme a tu mesa. ¿Dónde se ha visto que una chica acepte sin más ni más a un desconocido en su mesa, sobre todo si el desconocido tiene el traje desaliñado, la corbata floja y la cara empapada de sudor, como si llevara unas cuantas cuadras lanzado a la carrera?

Ibas a decirme que no, y si no lo habías hecho aún era porque en el fondo te daba algo de pena. Fue por eso, porque se notaba en tu rostro que ibas a decirme que no, aunque te diera pena, que alcé un poco las manos como deteniéndote, y te rogué que me dejaras hablarte de los uruguayos del Maracaná.

Para eso sí que no estabas preparada. No había modo de que lo estuvieras. ¿Quién hubiese podido estarlo? Te habrá sonado igual de loco que si te hubiera dicho que quería contarte sobre la elaboración de aserrín a base de manteca o sobre la inminente invasión de los marcianos. Pero la sorpresa tuvo, me parece, la virtud de desactivarte por un instante la decisión de echarme. Tus ojos se encendieron de curiosidad. ¡Dios mío! Dicho sea de paso, vos no sabés lo que son tus ojos encendidos.

Y en ese instante, como en el resto de esta media hora de locos, no me quedó otra alternativa que seguir adelante. ¿Te fijaste cómo hacen los chicos chiquitos, cuando se pegan sigilosos a las piernas de sus madres mientras ellas están atareadas en otra cosa, para que los alcen a upa aunque sea por reflejo y siguen atentas a lo suyo? Más o menos así me dejé caer en la silla frente a vos. Sin dejar de hablar ni de mirarte, y sin atreverme a apoyar los codos sobre la madera, como para que mi aterrizaje no fuese tan rotundo.

Para disimular no tuve más opción que lanzarme a hablar, aunque no supiese bien por dónde empezar y por dónde seguir. Arranqué por la imagen que a mí mismo me cautivó la primera vez que alguien me puso al tanto de la historia: son once jugadores vestidos de celeste en un campo de juego, rodeados por doscientos mil brasileños que los aplastan con su griterío furioso, a punto de empezar a jugar un partido que no pueden ganar nunca.

Te dije eso y tuve que hacer una pausa, porque si seguía amontonando palabras esa imagen iba a perder la fuerza que traía. Y noté que querías seguir escuchando, y no por el arte que tengo para contar, sino porque ese es un principio tan bello y tan prometedor para una historia que a cualquiera que la escuche sólo le cabe seguir escuchando para enterarse de lo que pasa con esos once muchachos.

Me pareció entonces que era el momento de agregarte algunos datos que te ubicasen mejor en esa trama. Y te lo solté tocando cada vez la superficie de la mesa con el dorso de la mano. Año 1950, te dije, Campeonato Mundial de Fútbol, partido final Brasil-Uruguay, Río de Janeiro, 16 de julio, tres y media de la tarde, te dije.

Esa fue la segunda vez que sonreíste. Una sonrisa extrañada, a lo mejor desconcertada, a lo peor compasiva, pero sonrisa. Ya no tenías temor de que este tipo locuaz de traje gris fuese un asesino serial o un esquizofrénico. Podía ser un idiota, en el peor de los casos, no. Y la historia estaba buena. Por eso te seguí pintando el panorama, y ahora los golpecitos leves sobre la mesa, me atreví a darlos con las dos manos. Primero porque con las dos manos gesticulo mejor y segundo porque era una manera de tomar definitivamente esta parte de la mesa frente a vos. Por eso te conté que los brasileños llegaban a ese partido final después de meterle siete goles a Suecia y seis a España. Y que Uruguay le había ganado por un gol a los suecos y había empatado con los españoles. Y que con el empate le alcazaba a Brasil para ser campeón del mundo de 1950 en su casa y con su gente.

Ahí yo hice la segunda pausa, porque me pareció que tenías datos suficientes como para que la historia fuera creciendo en tu cabeza. “¿Sabés qué les dijo un dirigente uruguayo a sus jugadores, antes de salir a jugar la final?”, te pregunté. Vos no sabías, cómo ibas a saber. “-Traten de perder por poco. Intenten no comerse más de cuatro, eludamos el papeloón-. Eso les dijo. Les pidió que evitaran el papelón de comerse seis o siete goles ¿Te imaginás?”, te pregunté. Y vos moviste la cabeza diciendo que sí, y yo me quise morir viéndote así, porque estabas imaginando lo que yo te estaba contando, y era una estupidez, pero tuve la intuición fugaz de que era el primer diálogo que teníamos en toda la vida. Vos estabas ahí, o mejor dicho vos estabas ahí dejándome a mí también estar ahí porque te estaba contando de los uruguayos. Era esa historia la que me tenía ahí, todavía vivo en el incendio de tus ojos, y por eso te seguí contando.

Esos once muchachos vestidos de celeste entraron a cumplir con un trámite, te dije. El de perder y volverse a casa. Para eso el Maracaná recién estrenado, las portadas de los diarios impresas desde la mañana, el discurso del presidente de la FIFA felicitando a los campeones en portugués, la mayor multitud reunida jamás en una cancha, los petardos haciendo temblar el suelo.

“Con decirte –proseguí- que la banda de música que tenía que tocar el himno nacional del ganador no tenía la partitura del himno uruguayo”, y abriste mucho los ojos, y yo te pedí que no abrieras los ojos así porque podías tumbarme al suelo con la onda expansiva, y esa fue tu tercera sonrisa, con las mejillas un poco rojas asimilando el piropo cursi y suburbano. Supongo que yo –definitivamente enamorado- también me puse colorado, y salí del paso contándote el partido, o lo que se sabe del partido, o lo que no se sabe y todo el mundo ha inventado del partido. Un Brasil lanzado a lo de siempre: a triturar a sus rivales, a engullir seleccionados, a llenarle el arco de goles a todo el mundo, a sepultar rápido los noventa minutos que los separaban de la gloria. Un Uruguay chiquito, un Uruguay estorbo, un Uruguay que molesta y pospone el paraíso. Un Uruguay ordenado y prolijo que le cierra todos los agujeros y los caminos, y un primer tiempo que termina cero a cero pero es casi lo mismo porque el empate le sirve a Brasil.

“Y empieza el segundo tiempo y a los dos minutos –continué- Friaca marca un gol para Brasil”. Entonces fruncí los labios y moví las manos en ese gesto que quiere decir “listo, ya está, asunto terminado”, y que vos interpretaste a la perfección, porque te pusiste un poco triste.

“Imaginate lo que era el Maracaná después del 1 a 0”, agregué. Los uruguayos ya tenían que meter dos goles, y en realidad lo más probable era que Brasil les metiera otros cuatro antes de que esos pobres muchachos consiguieran llegar a la otra área.

Creo que ese fue el momento más difícil. No digo de esa final del Mundo. Me refiero a nuestra charla, o más bien a mi monólogo. Tal vez te suene ridículo –en realidad lo lógico es que todo esto te suene absolutamente ridículo-, pero evocar ese instante del gol de Friaca, con todo el mundo enloquecido y feliz alrededor de esos once uruguayos náufragos me hizo sentir a mí también el frío mortal de la derrota. Y estuve a punto de rendirme, de ponerme de pie, de ofrecerte la mano y despedirme con una disculpa por el tiempo que te había hecho perder. No sé si te ha ocurrido, eso de entusiasmarte hasta el paroxismo con alguna idea que apenas la echás a rodar se vuelve harina y es nada más que pegote entre los dedos. Así quedé yo en ese momento.

Pero entonces me salvó tu cuarta sonrisa. Al principio no la vi, porque me había quedado mirando tu pocillo vacío y el vaso de agua por la mitad. Por eso me preguntaste “¿Y?”, como diciendo qué pasó después, y entonces no tuve más remedio que alzar la vista y mirarte. Tenías la cabeza apoyada en la mano, y el codo en la mesa y los ojos en mí. Y tus labios todavía no habían desdibujado esa sonrisa de curiosidad, de alguien que quiere que le sigan contando el cuento.

No me quedó más remedio –o lo elegí yo, es verdad, pero a veces es más fácil elegir cuando uno piensa que no tiene más remedio- que caminar hasta el fondo del arco y buscar la pelota para volver a sacar del mediocampo. Recién, hace quince minutos, lo hice yo; en el ’50, en Río, lo hizo Obdulio Varela. El cinco. El capitán de los celestes. Te dije que según la leyenda se pasó cinco minutos discutiendo con el árbitro para enfriar el clima del estadio. Pero son tantas las leyendas de esa tarde que si te las contaba todas no iba a terminar nunca. Esos uruguayos, pobres, habrán gastado mucha más saliva, a lo largo de sus vidas, desmintiendo las fábulas de lo que no fue que relatando lo que sí pasó. Igual, debe ser hermoso ser protagonista de una historia que poco a poco, se puebla de leyendas.

Se reanudó el partido. Y yo, contándotelo, hice más o menos lo mismo. A esa altura se supone que está todo dicho y todo hecho –te situé-: Uruguay pudo resistir el primer tiempo completo. Ahora que entró el primer gol tiene que entrar otro más, y otros dos, u otros cuatro. Ahora la historia va a enderezarse y caminar derecha hacia donde debe.

Pero el asunto se escribe de otro modo. Porque ese gol que Friaca acaba de meter no es solamente el primero de Brasil en esa tarde. También es el último. Nadie lo sabe, por supuesto. Ni los brasileños que juegan ni los brasileños que miran ni los brasileños que escuchan. Pero los once celestes sí parecen tenerlo claro.

Tan claro que siguen jugando como si nada. Como si más allá de las líneas de cal se hubiese acabado para siempre el mundo. Tal vez por eso, porque están decididos ni más ni menos que a jugar al fútbol, desborda la camiseta celeste de Ghiggia por derecha, envía el centro y Schiaffino la manda guardar en el arco de Barbosa, que no lo sabe pero acaba de empezar a morir; aunque todavía le falten cincuenta años hasta que de verdad se muera.

No sé si en otros deportes esas cosas son posibles. En el fútbol sí. Nada es para siempre, ni definitivo, ni imposible. ¿Será por eso que es tan lindo? Faltan diez, nueve minutos para que Brasil sea campeón con el empate. Pero Ghiggia se la toca a Pérez que se la devuelve profunda, como en el primer gol, por la derecha, hacia el área. El puntero celeste lo encara a Bigode y lo deja de seña, aunque se acerca peligrosamente al fondo y eso lo deja sin ángulo de disparo. Lo lógico es que Ghiggia tire el centro. Eso es lo que esperan sus compañeros, que le piden impacientes la pelota. Es lo que esperan los defensores brasileños, que tratan de marcarlos. Y es lo que espera el pobre Barbosa, que se mueve apenas hacia su derecha para anticipar el envío.

Ahí vino tu quinta sonrisa. Fue de nervios. Faltó que te pusieras de pie para ver mejor, como hacen los plateístas en la cancha en las jugadas de riesgo. Esa fue la menos mía de todas tus sonrisas. Pero no me molestó, casi al contrario. Esa sonrisa fue toda para Ghiggia, para alentarlo a lograr lo que en apariencia no podía salirle: sacar el balinazo al primer palo, meter el balón entre Barbosa y el poste. Prolongaste tu sonrisa para acompañarlo en su carrera con los brazos en alto, esa carrera a solas, a solas porque sus compañeros simplemente no pueden creer que la pelota haya entrado por donde no había sitio para que entrase.

A esa altura me faltaba contarte poco. El público enmudeció de pavor, y a los jugadores de Brasil el alma se les llenó de malezas heladas. Y ahí llegó tu sexta sonrisa. Esta fue confiada. Ya habías entendido cómo terminaba la historia. Lo único que querías era que te lo confirmase. Te agregué una última leyenda, porque aunque tal vez también esa sea mentira, de todos modos es hermosa. Con el tiempo cumplido, cayó un centro al área de Uruguay. El uruguayo Schubert Gambetta alzó los brazos y tomó la pelota con las manos. Sus compañeros se querían morir. ¿Cómo va a cometer ese penal infantil en una final del Mundo, con el tiempo cumplido? Lo increpan, lo insultan. Gambetta los mira sin entenderlos. Se defiende, tal vez a los gritos, tal vez lo hace llorando. Les dice que miren al árbitro. Les pregunta si no lo escucharon. Porque aunque parezca imposible, Gambetta es el único que ha escuchado el pitazo final. Es el único que ha sido capaz de discriminar de entre todos los ruidos –el de la pelota, el de las voces, el del pánico- el sonido del silbato. Los demás terminan por entender que es cierto: el partido ha terminado, Uruguay es campeón del mundo.

Y cuando hice un segundo de silencio después de la palabra “mundo”, tu séptima sonrisa se iluminó del todo, en el alborozo de saber que esos once muchachos de celeste habían sido capaces de saltar todas las trampas del destino para volverse a Montevideo con la Copa. La tortuga que derrota a la liebre, el mendigo hecho príncipe, David contra Goliat, pero con pelota.

Si hubiese ganado Brasil nadie se acordaría demasiado del 16 de julio de 1950. Lo normal no se recuerda casi nunca. Hoy es 28 de julio. Pero si vos ahora me decís que me levante y me vaya, da lo mismo que sea 37 de noviembre. Lo del 37 de noviembre te lo dije recién, hace dos minutos, pero tu sonrisa no llegó a ser porque viste mi expresión seria y te contuviste. Porque ahora hablo más en serio que en todo el resto de esta media hora que llevo sentado enfrente tuyo. Y si vos ahora me decís que me vaya, yo me levanto, dejo tres pesos por el café, te saludo alzando una mano, me mando mudar y sigo por Suipacha para el lado de Lavalle. Y vos de nuevo te ponés a mirar por la vidriera.

Igual andá con cuidado, porque es muy probable que si reincidís en eso de mirar hacia afuera con esos ojos que tenés, otro tipo haga lo mismo que yo, se enamore y entre. Más difícil será que te cuente una historia como esta que acabo de contarte, pero algo se le ocurrirá, mientras intenta no perderte. Pero bueno, pongamos que eso no sucede, y el resto de los hombres te deja en paz, mirando hacia la calle. En ese caso, de aquí a unos minutos se te irán borrando de la memoria los tonos de mi voz y los detalles de mi cara, que a fuerza de ser sinceros, no son tantos.
Pero ganó Uruguay, un partido que si se hubiese jugado mil veces Uruguay debería haber perdido novecientas cincuenta y empatado cuarenta y nueve. Pero de las mil alternativas Dios quiso que cayera esta: Uruguay da el batacazo más resonante de la historia del fútbol, y más de medio siglo después yo me acerco a tu mesa y te lo cuento.

Y ahora viene lo más difícil. El problema es que los uruguayos pueden acompañarme hasta aquí y nada más. De ahora en adelante es imposible. Y mirá que, para esos tipos, no parece haber muchas cosas imposibles. Pero lo que falta por hacer es asunto mío. O mío y tuyo, pero no de ellos.

Lo que me falta contarte es el final, o el principio, según se mire. Me falta hablarte de mí, hace media hora, corriendo como un loco por Suipacha hacia Corrientes. Tarde, tardísimo, porque hoy todo me salió al revés desde el momento mismo en que abrí los ojos, esta mañana. El despertador que no sonó, o que me olvidé de poner, el golpe que me di con el borde de la puerta en plena frente, los dos colectivos que pasaron llenos y me dejaron de seña en la parada, el subte que fui a tomar desesperado por no llegar tardísimo al trabajo y que hizo que fuera corriendo por Suipacha desde Rivadavia y no desde Paraguay, y el semáforo de Corrientes que pasa al verde diez segundos antes de que llegue a la esquina y los autos que arrancan y yo que me agacho con las manos sobre los muslos intentando recuperar un poco el aliento, mientras giro de espaldas a la calle y me topo con el bar y con tu codo en la mesa y tu cabeza en la mano y tu mirada en el vidrio pero viendo nada.

No importa lo primero que pensé al verte. O sí, pero no es el momento. Tal vez haya oportunidad, alguna vez, de decírtelo. Depende.

Lo que sí puedo contarte es que en ese momento, mientras me asaltaba el dilema de volverme hacia Corrientes y seguir corriendo hasta Lavalle o entrar a encararte es que vinieron los uruguayos. Llegaron en ese momento. Los once.
Te parecerá tonto, pero esos uruguayos del Maracaná me sirven de talismán. No siempre. Sólo recurro a ellos en situaciones difíciles. A veces recito la formación, como rezando Máspoli; González y Tejera; Gambetta, Varela y Rodríguez; Ghiggia, Pérez, Migue, Schiaffino y Morán.
O me los imagino en el momento de entrar a la cancha con cara de “griten todo lo que quieran, que nos importa un carajo”. O lo veo a Ghiggia en el momento de meter el balón por el ojo incrédulo de la aguja de Barbosa. Si Uruguay pudo en el ’50, me dije... en una de esas quién te dice.

Por eso me desentendí del semáforo y de la calle Corrientes y entré al bar y caminé hasta tu mesa y te sonreí y vos, por reflejo, me devolviste tu primera sonrisa. Pero como te dije hace un rato el problema no son tus primeras siete sonrisas. El asunto es la que viene.

Tengo novecientas noventa y nueve chances de que me digas que me vaya, y una sola de que me pidas que me quede.

Porque ponele que yo ahora termino y vos sonreís: alguien lo mira de afuera y puede decir “¿Y qué tiene que ver que sonría? Puede sonreír porque piensa que estás loco, o que sos un tarado”, y es cierto, puede ser por eso. Y en una de esas es verdad.

Pero también puede ser que no, que sonrías porque te gusté, o porque te gustó la historia que acabo de contarte. O las dos cosas: a lo mejor te gustamos mi historia y yo, y a lo mejor te estás diciendo que en una de esas para vos también este es un día especial. Un día distinto, ese día diferente a todos los otros días en que las cosas se salen de la lógica y la vida cambia para siempre, y a lo mejor pensás eso a medida que yo te lo digo y en tu cabeza se abre la pregunta de si no será una buena idea seguirme la corriente, por lo menos hasta dentro de medio minuto cuanto te invite al cine y a cenar, o hasta dentro de un mes o hasta dentro de un año o hasta dentro de cuarenta.

Y puede que ahora sonrías una sonrisa que me indique a mí, que llevo media hora intentando leer las señales de tu rostro, que hoy no sonó el despertador y me pegué con el filo de la puerta y perdí los colectivos y corrí hasta el subte y vine corriendo desde Rivadavia y me cortó el semáforo y giré y vos estabas sentada en el café nada más que para esto, para que yo me atreva a rozar tu mano con la mía y vos de un respingo y me mires a los ojos con tus ojos como lunas y yo te sonría y vos también me sonrías, pero no con una sonrisa cualquiera sino con esta que te digo y que vos estás empezando a poner, ¿ves? Así: una sonrisa exactamente así.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Don Alejo, el abuelo.

A lo largo del viaje, mientras uno va viviendo, soñando y buscando los caminos que despierten la buena música del alma, va regando con recuerdos sus raíces. A medida que uno crece y se va haciendo más fuerte, se da cuenta realmente de qué barro está hecho.
Y la verdad es que a diario me doy cuenta que llevo tu sangre en mis venas, que las cosas que te hacen feliz, también son las que me sacan las mejores sonrisas. Cómo no percibir que soy tan nieta tuya como la lluvia que le pertenece a los cielos… Desde que era una nena fuiste unos de mis pilares más importantes. Me enseñaste que la vida es estar con las personas que amamos, es compartir una comida hecha con nuestras propias manos, es compartir una tarde de mates, es escuchar tus historias con el mundo y las batallas que solito fuiste peleando para lograr todo lo que hoy tenés a tu alrededor. Tanta mezcla de sangre, entre gringos y criollos, hizo de vos un guerrero argentino que se destruyó las manos trabajando toda la vida, con sol, con sombra, con lluvia, con frío y con mucho más calor. Tu vocación de albañil es indiscutible. Sin embargo, para mí sos un artista que con sus manos, crea cosas maravillosas. Tal como hiciste aquella casa que fue el hogar de mi infancia y el espacio perfecto para forjar mis mejores recuerdos de aquél tiempo feliz.
Me llenaste con tus enseñanzas, me convertiste en gran parte de hoy soy, como la mayoría de los nietos. Siempre fuiste experto malcriándonos a todos, teniendo siempre algún caramelo o moneda para que la sonrisa brotara en nuestras caritas; nos diste a probar los sabores más ricos sentándonos en tu falda, porque comer el asado con vos es prácticamente una religión; pusiste tus manos en hamacas y autitos para que tuviéramos con qué jugar cada vez que íbamos a visitarlos a vos y a la abuela; jamás te enojaste y a mi particularmente, me contagiaste los vicios más placenteros: el mate y la guitarra. Desde muy pequeña te escuché cantar y te vi tocando esa caja de madera que yo no conocía, pero me intrigaban los sonidos que de ella sacabas a diario. Me cantaste, me mostraste lo maravilloso de la música, entre mate y mate, y así me forjaste.
Hoy me siento orgullosa y feliz de poder llevarte mi propia guitarra para que sigas tocando y para que me sigas cantando, mientras aprendo mirándote.
Gracias por llenar de vos mis días, gracias por darme el color de tu piel y tus lunares, tus pasiones, tus ganas de vivir y por darme tanto amor. Gracias por ser mi eterna cruz del sur y mi ejemplo constante.
La creación tiene que seguir estando a cargo de los dioses, porque vos no sos un Gómez cualquiera, fuiste hecho con otras tierras, mojado con los elixires más puros de la lluvia. Sos un guerrero amasado con barro valiente. Y gracias a los mismos dioses, llevo tu sangre recorriéndome las venas.
Pero como todos, te querés hacer pasar por normal y te andas tropezando por ahí para demostrarnos que no estás tocado por una varita mágica y que cometes los más humanos errores. Viejito, a los tropezones los superamos, a las lastimaduras las curamos. Pronto vas a andar de nuevo, caminando por el patio, amasando tortas, haciendo tus increíbles asados y bailando un chamamé con tu compañera de vida que mima como nadie. Y ahí vamos a estar todos, mirando y sonriendo, pensando: “¡Este viejo es increíble!”
De hecho, lo sos. ¡Gracias por ser!

miércoles, 4 de agosto de 2010

Una carta

No sé si algún día leerás estas líneas. Sin embargo, siento la profunda necesidad de redactarlas para tus ojos. Tal vez la distancia que nos separa se llene un poco con palabras que quisiera que leyeras; o tal vez es este vacío inmenso, interminable y sin dudas, insoportable que hay dentro de mí desde que ya no comparto charlas con vos merme.
Llevo conmigo una parte crudamente masoquista que sólo quiere hacerse daño con ilusiones fantasiosas pero por otro lado, sigo manteniendo mis sueños apasionados, con alas propias listas para volar cuando vos lo dispongas. Seguramente ya no me recordás o quizás ni siquiera te importe saber qué carajo es de mi vida. Sin embargo, mi alma se ve en la tremenda necesidad de contarte: he conseguido trabajo. Es un paso hacia delante con mis planes de independencia, pero un fuerte retroceso en mis deseos de recibirme rápidamente en la facultad. Dejé de cursar éste año y me dediqué solamente a rendir las materias que ya tenía cursadas. Pero, desde que empecé a trabajar en la empresa no he podido tocar un solo apunte ya que cumplo un horario de comercio y cuando llego a casa solo quiero comer y dormir, al mejor estilo “obrero del trabajo alienado” de Marx. Es paradójico, pero extraño tanto levantarme a las 6:00 a.m. a leer textos larguísimos, aburridos y mal fotocopiados mientras desayuno y de fondo escucho la radio bien bajita para cortar con el incómodo silencio. Ya no estás vos en frente mío para hacer que mis mañanas tengan un tinte distinto cada día, preparándome el café con leche y retándome por la cantidad de cucharadas de azúcar que le ponía a la taza, sintiendo ese olor exquisito que denota que estás calentando facturas o biscochitos para acompañar la leche. A veces la radio se ríe un poco de mí y de la soledad que me rodea y escucho aquellos acordes únicos de la guitarra mágica que me enseñaste a escuchar; es entonces cuando Petinatto me da el golpe certero y empieza a elogiar a ese guitarrista sublime que conforma a esa banda gloriosa y bien rockera, no es para menos. El problema es que escuchar Led Zeppelin sin vos es como tocar un libro, olerlo, ojearlo y no poder leerlo; o querer mirar la luna y que el cielo esté nublado y no poder ver nada. Uno se trepa en la esperanza del primer momento del recuerdo, hasta que cae de golpe al piso y se da con la cara de lleno contra la dura realidad de la ausencia.
Hubo ciertos momentos en el trabajo en los que te evoqué tanto. Ojalá pudiera explicarte lo inexplicable. Entra gente en el negocio a preguntar precios mientras alardean todo el tiempo del dinero que tienen y de lo importantes que son. Y yo me río por dentro y paso por la película de mi cabeza esas charlas eternas en las que hablábamos de la injusticia, la desigualdad social y de nuestros proyectos de cambiar el mundo: vos desde la comunicación y yo desde la educación. Y se me caen las lágrimas cuando en el recuerdo aparece esa frase tuya: “¿Cuándo querés que tengamos a nuestros hijos, antes o después de cambiar el mundo? Mejor después, así ya viven en un mundo mejor.” Esa esperanza, esas ganas, esa sonrisa hasta el día de hoy es mi bandera para seguir luchando por tus hijos que ya no serán míos pero quiero que vivan felices en el lugar que juntos soñamos alguna vez.
Y así voy, intentando caminar. Espero que vos te encuentres bien, después de todo, sé que tenés mucha gente que te ama y te cuida a diario. De momento, yo sólo quería compartirte lo que ya he dicho. Lo extraño es que sigo adelante pero marcada por todos lados y se me complica mucho no mirar para atrás y volver a abrir ese tentador baúl de hermosos recuerdos que juntos supimos llenar de vida. A veces me cuesta caminar sola por la peatonal; más jodido es cuando me cruzo con algún desubicado que usa el mismo perfume que vos y me llena el aire con tu aroma, y es ese el momento en el que me doy por vencida y me digo que no puedo. Puta madre, que valía la pena estar viva cuando me despertaban tus besos y esa voz suave, susurrando el “buen día” en la oscuridad. Detesto haber agarrado la maldita costumbre de dormir de un solo lado de la cama, dejando espacio para uno más.
Tan poco espacio repleto de tanto en tiempos cortos…
Me despido con una sonrisa. Después de todo, no me dejaste ni una sola gota de veneno para que sufra. Todo ha sido un placer imposible de explicar y también de re-vivir. Espero sepas que fui muy feliz y que, a pesar de los ácidos dolores, siempre te amé como creo, no voy a amar jamás. No hay palabras ni canciones ni libros ni pinturas o fotos que puedan dar fe de la felicidad que me invade cuando me doy cuenta de todo lo que compartí con vos, pero ojalá te lleves con vos la certeza de que sos lo mejor que me pasó en la vida y sos el amor de mis días (los que pasaron, los que hoy son y los que vendrán). Cuando alguien pregunte sobre el destinatario de éstas letras sólo diré que se trata de algún tocayo del autor de “La Divina Comedia” que tiene un andar pausado, tranquilo, casi como bailando por el mundo. Diré que vos también escribís y que haces de las letras, un arte exquisito.

jueves, 20 de mayo de 2010

El sueño hecho Realidad



Ayer 19 de mayo fue un día que espero jamás olvidar. Luego de pasar mucho tiempo alejada de los tablones de una cancha de fútbol, volví a acompañar a Patronato en la búsqueda del tan esperado sueño del Ascenso al nacional B. Hace tanto que venía peleando ahí, de muy cerca, rozando ese anhelo tan grande... Y ayer se cumplió!

Desde que entré a la cancha, me invadían los nervios. Mi estómago era una especie de coctelera que no paraba, temblaba, tenía frío y la ansiedad me carcomía por dentro. Hasta que por fin comenzó el partido y todo el color de la salida del glorioso equipo roji-negro que emocionaba hasta las lágrimas se fueron apoderando de mis sentires más profundos.
Durante el partido cantamos, gritamos, alentamos, nos quedamos sin voz y alguno que otro se enojó... Y otros, ya derramaban lágrimas! Al finalizar el partido, se desató la locura: gritamos, nos abrazamos, sonreímos, lloramos... Todo a la vez sin más explicaciones que los dos colores que nos tiñieron el corazón.

Simplemente Gracias al Padre
Grella, quién permitió que su templo anoche se convirtiera en un infierno y por hacer que cada uno de sus devotos anoche se pusiera la armadura y se convirtiera en Húsar del Ejercito endiablado!

En fin, éstas letras van
expresamente dedicadas a aquellas personas que anoche me hicieron comprender lo que no se comprende, sino que se siente... A las personas maravillosas que la cancha me presentó y con las he tenido el enorme orgullo de compartir tardes y mañanas en una tribuna, saltando y gritando.
A ustedes:

- Adrián: (el negro) doctor y presidente, gran persona dentro y fuera de la cancha.
- Xavi: (pendejiiin) amigo, compañero de mates y viajes e hincha roji-negro fervoroso.
- Mín: amigo, compañero de mates y viajes, adulador de piecitos e hincha fanático de Patrón.
- Gabita: amiga, compañera de facultad y de mates, hincha del Rojo y de Patrón.
- Manolo: (perro) profesor de inglés, amigo, hincha exaltado que jamás deja de cantar... Jamás quiero festejar un gol sin vos!
- Santi: el fotografo oficial de Patronato, amigo, compañero de mates y sesiones de fotos. El tipo más bueno que existe en el mundo!!

Y por último y no por ello menos importante:
Facu: (patota) Hermano, compañero de vida y pilar fundamental de mi felicidad. Verte llorar, gritar y dar la vuelta arrodillado me superó y me llenó de emoción hasta que caían mis lágrimas... Creo que ahí entendí!

Gracias a vos, Patrón de Entre Ríos por cruzarme con semejantes personas, y por permitirme verlos completamente Felices!!!

Simplemente: Para no Olvidar...

lunes, 10 de mayo de 2010

Vuelvo a respirar


Como una suerte de despedida o de acto suicida, salto al vacío de este abismo. Por momentos creí que nunca iba a dejar de caer... Después de todo, los sacrificios tan dolorosos que estaban en el camino parecen valer la pena. Mientras caminaba rumbo al filo que separa a la tierra del cielo, crucé desiertos inmensos en los cuales no encontré una gota de agua, y los oasis que vislumbraba eran simples espejismos vagos que no hacían nada más que ilusionarme con la idea de descanso. El único agua posible eran mis lágrimas, fieles compañeras del camino. Bebía de ellas a diario, y a pesar de que la sal me intoxicaba, el agua me regeneraba. Entonces, las dejé fluir en mí. También me animé a atravezar selvas completas, días enteros en los que no paraba de llover, y el agua me inundaba hasta el último rincón de mi alma maltratada. No fue fácil seguir, sabía que los obstáculos iban a ser cada vez peores, más dolorosos y cabía la remota posibilidad de que terminaran conmigo... Pero bueno, supe animarme a intentar. Hubo momentos en los que tuve miedo, me sentí temblar ante la posibilidad de no poder seguir adelante, pero sin dudas, era un viaje que yo tenía que transitar. Te miraba desde lejos, intenté gritarte que me estaba desangrando en esfuerzos por llegar hasta tu puerta. Sin embargo, ya no era importante ni mi sangre ni mi vida. Ya no era relevante el inmenso dolor que llevaba por dentro, así cómo tampoco mis disculpas o mis sentimientos de remordimiento frente a tus ojos. Nada fue suficiente. Al mirarte, me di cuenta de que estaba casi muriendo por una cara sin alma, sin sueños, sin nada... ¿Dónde dejaste esos pedazos tan tuyos que amaba? ¿Qué hiciste con los recuerdos increíbles de cada mirada? Te exijo respuestas en la cara, pero estás completamente perdido, ya no levantás la cabeza, no miras de frente y tu sonrisa se ve descolorada. Ahora parece que necesitas de néctares extraños en exceso para que te saquen de vos mismo y así poder ser feliz, que te aturdan el pensamiento así no escuchás ciertas voces y te apaguen el sentir, mientras bailás entre parlantes enormes que emiten música sin fin; esa misma música que tanto repudiabas precisamente en los mismos lugares que dijiste que odiabas.
Mi cruzada contra tu indiferencia parecía no tener final, me enrosqué una y mil veces por dentro de los recuerdos que en los cajones tengo guardados, sigo sin poder creer en lo que te convertiste, pero así y todo, hasta no hace mucho me hubiera ido al mismo infierno a pelear contra Lilít si hubiera sido necesario para llevarte mi amor, y de hecho capaz que fue un mal inevitable el tener que estar acostada con el demonio mismo para darme cuenta lo infinito de mi amor por vos...
Hoy me quedo con la duda irremediable de si todo esto valió realmente la pena. Si el dolor que pasé traerá algún día feliz a esta vida apagada, rutinaria y por momentos, servil. Te dejo el orgullo intacto de que hayas sido mi gigante, a pesar de que para el resto del mundo seas el enano. Te permito regocijarte en la sangre que derramé a raíz de las estocadas certeras que me clavaste en las interminables batallas, esas que yo misma elegí pelear; te dejo la certeza de haber logrado que mi amar floreciera en primavera, así cómo también supiste ser el verano de mis sonrisas. En fin, quedate con todas las medallas de buena conducta, con los trofeos y con la imagen intacta y sin culpas. Después de todo, el dolor que vos sufriste parece que es el único válido. ¿Quién iba a venir a llorar conmigo, bañada en sangre y en lágrimas, si era yo la responsable de todos los males? ¿Quién me iba a creer de lo mucho que me dolía? ¿A quién le iba a importar que mis ojos verdes estuvieran ciegos, empañados y fríos, completamente perdidos?
Fuiste, como dice una canción, el sol de mi crecimiento. Te llevas lo mejor de mis días y con el corazón, espero que consigas todo aquello que realmente te haga feliz, lo que sea que quieras, ojala lo tengas al alcance de tu mano por el simple hecho de haber sido inmundamente especial.
Y yo, a pesar de ser una rareza incomprendida y un ser repugnante para tu universo, conozco tu lógica, la forma en la que actuas y aunque no puedas mirarme puedo darme cuenta que con sólo un roce de mi mano, te puedo tirar al carajo ese castillo de cristal. A pesar de dejarte todo la gloria, me quedo con una sola satisfacción. Hoy te veo caminar con la cabeza hacia abajo, los ojos vacíos de sueños y las pausas de tu andar ya no reflejan mucho más que tu presencia. Y por más que calles, y no te atrevas a devolverme la mirada te conozco más que nadie, y por más que jamás me lo digas, sé lo que pensás. Tal vez nada de todo lo que te di tuvo sentido, si a fin de cuentas sólo termino siendo una "concecuencia del alcohol".
Pero saltar a este abismo fue precisamente la incitación para desplegar mis alas y volver a volar.

miércoles, 21 de abril de 2010

Te invito a este mundo


En un día como el de hoy, con un enorme cielo azul y miles de rayos de sol bañándonos la ropa, junto algunos pedazos de cartón y empiezo, poco a poco a armar una casa pequeña. La lleno con piedras de distintos tamaños y colores e imagino que están en el borde, entre el mar y la tierra mientras dibujan formas con la arena que se cuela entre los filos y con un horizonte distante, eterno que nos animamos a mirar. El mar nos llena la mirada, nos tiñe los ojos. En este mundo todo puede pasar.

Busco también un poco de hojas, pasto y flores para así llenar de colores un mundo que parece seco y frío. No pretendo que sea perfecto, sólo quiero que lo disfrutes conmigo. También puedo hacer que caiga un poco de agua y así sentiríamos el aroma de la lluvia recién caída sobre un bosque mientras caminamos entre árboles profundos, y algunas montañas que puse para sentir la altura y así poder mirar desde lo más alto.

Pero si nada de esto te gusta, puedo sacar un poco de arena del fondo de mi casa y llenar completamente los espacios de cartón con ella, armo unas cuantas pirámides con piedras y podemos deslizarnos por los médanos de arena con una alfombra mágica, disfrutando del desierto. Y por las noches, podemos acostarnos en la arena helada, si nos da frío, un fuego podemos pintar con unos cuantos colores que el sol nos puede prestar y así mirar para arriba hasta quedar dormidos. Una vez me dijeron que no hay mejor noche que la del desierto.

Sin embargo, nos pueden dar ganas de volar. Bueno, cuando te invité a entra conmigo a este mundo paralelo, te aseguré que íbamos a poder hacer todo lo que quisiéramos. Entonces, si nos dan ganas de volar puedo intentar armar alas, prometo no hacerlas de cera así no nos pasa lo que le pasó a Icaro. Puedo coserlas con tela, o crearlas con papel para que te queden por el resto del tiempo, para cuando quieras volver. Pero si no puedo hacerte alas, puedo llamar a un par de amigas que cuentan con un corcel blanco, y con él cabalgan entre las nubes. Yo las llamo Walkirias, vos podés elegir como llamarlas. Ellas nos pueden montar y llevarnos a pasear una noche completa. Nos pueden mostrar el Valhala, mientras riegan con cerveza los campos de los dioses.

Te invito a este mundo que podemos crear mientras escuchamos canciones alegres o tristes, o tal vez, intentando cantar. Podemos llenar con música el aire y eso si que lo vamos a disfrutar. Podemos hacer de este nuestro propio lugar. También podemos sentarnos a la orilla de un río, sobre piedras o sobre la arena misma de la orilla y charlar, contarnos nuestras historias, reír y también llorar.

Y si no nos alcanza el lugar, podemos irnos más allá. Alguna moto o auto, barco o avión nos podrá llevar, mientras miramos la ruta, el mar o un increíble cielo que parece recién terminadito de pintar.

Y por qué no llevar también algunos libros que nos regalen frases para recordar. Yo después prometo copiarlas en pedacitos de papel y guardarlos en un lugar seguro, dentro de este mundo al que nadie puede llegar. Ahí quedarán esas frases mágicas, cada vez que las necesites escuchar, con mi mano en la tuya y con risas detrás.

Sin embargo, te invito para que vos también me ayudes a crear este mundo. Te invito para que me acompañes, camines conmigo por senderos que no conozco y que veces, pueden dar miedo. Te invito para que me ayudes a mirar entre miles de cosas rebalsadas de luz, y veces en la más profunda oscuridad porque a veces no puedo y además, porque sola no quiero mirar.

Hoy te invito a vos, mañana podemos ser muchos más. Sabés que podés traer a quién quieras, la única cosa que te pido es que los que vengan, tienen que tener ganas de soñar, de imaginar y de crear. Y te invito porque se que te va a gustar desafiar al cielo, a la tierra, a la luz y a la oscuridad. Te invito a vos porque sé que comprendes que acá no hay razones puras ni imperativos para actuar, vos sabés que el único límite que propongo es todo aquello que podemos imaginar.

viernes, 2 de abril de 2010

Miradas... y no mirar


Si me mirás, tengo que caer en la realidad de que ya no camino... Siento que vuelo por nubes de papel de cigarrillo. Teniendo frente a mí un par de ojos claros, profundos con una tierna vergüenza que hace que vuelvas hacia atrás y sonrías hace que mi día se convierta en algo diferente, en otra cosa. Ya no es un día, ya no son horas, sólo golpazos alocados en el pecho, largas horas de desvelo mientras añoro con lágrimas abrazos ausentes. Tal vez tus ojos podrían regalarme un poco de paz. Quizás tendría una nueva razón para soñar y pensar que no todo está tan perdido y que todavía se puede amar. Capaz tenga una nueva posibilidad de llegar a la felicidad...

O quizás no. Quizás ni siquiera te des cuenta de que existo, quizás nunca te detengas a mirarme seguro y con ganas de seguir mirando. Tal vez mis sueños son los espejismos que me inspiran a seguir caminando en este desierto de soledad, buscando a gritos un pozo de agua fresca que me devuelva la cordura y tantas otra cosas que tuve que dejar atrás.

Hasta hace unas semanas, me sentí sucia. Llena de culpa, con un montón de jueces que me señalaban con el índice y gritaban desde todos los rincones que tenía que hacerme cargo de las decisiones que tomaba. Y así lo hice... Pero, agregó un par de condimentos más. Por lógicos motivos, asumo mis errores y culpas. Sin embargo, recuerdo que no soy la única que jugaba la partida sino que enfrente estaba aquel flaco pálido, de ojos marrones intensos pero ya a estas alturas apagados por la máscara que los esconde.
Frente a él, perdí miles de batallas. Sangré litros completos con cada mirada, con cada daga certeramente enterrada en un punto estratégico de mi alma.
Pero la guerra parece darme un poco más de calma... Yo jamás usé la máscara! Siempre fui al frente, con mi espada al brazo y mi alma dirigiendo mis acciones. El flaco no pudo. Se rindió frente a las luces brillantes de la noche y esa máscara le sirve para creerse que al menos puede ser feliz.
Hoy me siento plenamente libre. Ya no siento culpas ni suciedades atoradas en los resquicios de mis sentires más profundos. Cumplí mi más enorme condena: logré aceptar que soy humana, que puedo equivocarme y que soy mucho más que una consecuencia del alcohol. Por eso me animo a desafiarte y mirarte a la cara a ver si podés mostrarme los ojos... De hecho, no podés!

Por eso, hoy si me animo a mirar otro ojos que sí me miran fijo, me sonríen y no pretenden mucho más que mirar... No se sabe que pasará, pero yo tengo ganas de probar!