jueves, 13 de enero de 2011

Aprendiendo a decir "adiós"

Pasó en octubre, no recuerdo con precisión el día tal vez por el simple hecho de que lo menos importante era la fecha. Me levanté muy temprano, durante toda la noche me la había pasado dando vueltas en la cama intentando conciliar el sueño que en efecto, no se concretó. Los nervios me ganaron y no me dejaron pegar un solo ojo mientras en mi cabeza intentaba predecir todo lo que iba a pasar a lo largo de esa mañana que me esperaba en el sanatorio. Al levantarme no desayuné por el requisito básico de no tomar nada antes de una extracción de sangre y menos mal que no lo hice porque los pocos mates que me animé a probar durante el viaje me revolvieron las tripas hasta sentir un fuego intenso en el estómago. Por suerte mi hermano también viajó, no sé que hubiera hecho sin su mano teniendo la mía al momento de cruzar el umbral de aquella clínica. Se sentí mareada, me faltaba el aire, respiraba con mucha dificultad y el corazón parecía que se me iba a salir. Me agarré fuerte de Facundo, que caminaba a mi lado e intentaba calmarme. Pero no lo logró ya que temblé entera al cruzar esa puerta. Suspiré profundamente y caminé hasta la habitación en la que estabas. Cuando te ví, no lo soporté. Me descubrí maldiciendo por dentro a ese dios amnésico en el que creías por haberse olvidado de vos y por ser incapaz de exorcizar a los demonios que te consumían el cuerpo, no me salió otra cosa, y de impotencia y bronca lloré en silencio. Como pude, te devolví una sonrisa, como a vos siempre te gustó y te dije que estaba lista para hacerlo y me fui al pasillo. Me quedé ahí, no sé cuantos fueron los minutos en los que permanecí sentada mirando la nada, sintiendo una tristeza tan grande y profunda, fría, de esas que nunca había experimentado. No sabía que hacer ni qué decir. Me sentí inútil e incapaz de cualquier posibilidad de sacarte una sonrisa al menos. Escuché a los médicos y sus diagnósticos horribles refiriéndose a vos y me enojé. Me enojé tanto con dios, con el mundo, quería romper a golpes todo porque no entendía, no me entraba en la cabeza, no existía en mí la posibilidad de despedirme de vos. Luego de eso, me sacaron de esa nebulosa en la que estaba perdida para decirme que tenía que bajar al laboratorio para que me hicieran la extracción de sangre que te hacía falta, me midieron la presión y me dijeron que la tenía muy baja, que era peligroso donar sangre así, pero ya nada importaba. Dije que no había problemas y que me sacaran igual. Te juro que si hubiera sido posible, te hubiera dado mi sangre y mi cuerpo con tal de verte bien otra vez, como cuando llegabas a Paraná y me exigías que te preparara el mate, mientras me interrogabas sobre mis “candidatos” y me pellizcabas los rollitos de la cintura.
Y mi sangre corrió, mi corazón bombeó con más fuerza que nunca, a pesar de sentirse completamente desgarrado, directo a tus necesidades y a las de todos los que te queríamos sinceramente. Volví a la pieza y me agradeciste con una sonrisa. La tía también, prometiéndome algún regalo por el gesto de darte un poco de mi sangre y no supe hacer nada más que abrazarla y decirle que no, que no era necesario y que estaba a su disposición por cualquier cosa que fuera necesaria, aunque las cartas ya estuvieran echadas. Me despedí sonriéndote, no sabía de qué otra manera hacerlo. Te abracé y te di un beso con la esperanza de que algún milagro ocurriera en esos días. Durante todo el viaje de vuelta me invadió el silencio, recé por vos a pesar de tener un enojo profundo con ese dios maldito que no hizo nada, y mi furia crecía y crecía hasta sentir que el mundo entero era una suerte de infierno inhabitable, horrible y lo quería romper completo porque no me bancaba la situación, no sabía manejarla, el dolor me ganó y el único modo, tal vez ya sin sentido, que encontré para hablarte y decirte todo es este, escribiendo letras que ya no sirven y que no vas a leer, que no calman el dolor de haber tenido que despedirme de vos para siempre… Porque te quería más de lo pensaba.

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