sábado, 15 de enero de 2011

Alias Pablito.


Ella se ve rara, se mira en el espejo, busca y en el reflejo no encuentra lo que el resto de las personas ve. Es que hay algo que le pasa por dentro que hace que aprecie su figura de un modo completamente distinto. No se ve fea, de hecho, bien sabe que su metro setenta, sus ojos color verde musgo, su piel tostada y el pelo castaño la hacen parecer un tanto original en una sociedad en la que la proliferación de rubias platinadas artificialmente es una moneda corriente por ser el estereotipo sexual del momento, sin embargo tampoco osa en considerarse una hermosa mujer. Carga en sus espaldas la pesada mochila de la inseguridad por sentirse diferente al resto de las mujeres de su edad precisamente porque ella no es lo que sus padres esperaban que fuera. Su padre desde la temprana adolescencia la atormentaba con reclamos para que tuviera más amigas mujeres y cortara un poco el contacto con los varones, y su madre en silencio miraba para otro lado y se paraba detrás de los gritos del padre porque suponía que así debía ser, que eso era lo correcto, que ya era tiempo de dejar de lado tantos partidos de fútbol y todas esas carpetas forradas con los jugadores que más la emocionaban.
Pero ella no podía, llegó a extremos irrisorios con tal de no perderse un partido de River Plate, o por seguir a los jugadores a los que con el tiempo había aprendido a amar, como Sorín, Crespo, Almeyda y luego, D’Alessandro y Mascherano. Nada era más importante, valía la pena despertarse temprano un domingo o dormirse muy tarde si podía ver los resúmenes de las ligas extranjeras en las que los veía bailar en el campo, con la pelota entre los pies y eso la hacía feliz.
Muy difícil fue ir creciendo y que dicha pasión se fuera haciendo cada vez más profunda, de hecho le costó horrores compartir con sus amigas el tremendo amor que sentía por el deporte que siempre fue signado para los hombres, y lógicamente muchas veces fue dejada de lado, al margen de las “reuniones de chicas” por considerarla “machona”. Es que no entendía por qué una mujer no podía reír a carcajadas sin que la miraran con cara de “¡qué exagerada!” o por qué la miraban mal cada vez que se sentaba y levantaba las piernas para sentarse sobre ellas. Su madre tuvo muchos intentos fallidos a la hora de convertirla en la mujer que dios y la sociedad mandan; es más, mientras más lo intentaba peor era para su hija, porque se sentía tan fuera de lugar que elegía el encierro o el enojo frente a tan ortodoxas demandas.
A medida que crecía, se encontraba cada vez más rodeada de amigos, con los que hasta el día de hoy se siente plenamente feliz y fue con ellos con los que compartió los momentos más placenteros de la amistad por el simple hecho de que a su lado se sentía libre, desinhibida, propia, tal como ella quería ser, con su risa estruendosa y potente, sentada con las piernas arriba de la silla y hablando de los goles del torneo, del partido que River había ganado sobre la hora, del nuevo pibe que subieron de la reserva y que pintaba para romperla a lo largo del campeonato. Fue por eso que sus amigos la trataban como si fuera “un vago más” y habían tomado la decisión de re-bautizarla, lejos de las iglesias ésta vez, y empezaron a llamarla “Pablito”. Por supuesto que sus padres no sabían nada de todos esos códigos que con el tiempo se habían ido fortaleciendo, para ellos significaría una terrible decepción y la catalogarían como una vergüenza familiar y no importaba comprender su felicidad. Pero estaba claro que por más que sus padres se rehusaran a gritos una y mil veces, ella amaba el fútbol como si hubiera nacido varón y por eso mismo se animaba a tirar al carajo los mandatos sociales que de pequeña quisieron imponerle.
Al margen de sus padres, había alguien en su familia que compartía exactamente la misma pasión, con el mismo fervor y ansiedad, su hermano mayor. Él no podía evitar quejarse de que ella no podía ver un partido en silencio, no por molesta sino por no ser capaz de controlar sus emociones, pero por otro lado le encantaba saber que ella estaba sentada cerca, que tuvieran esos noventa minutos juntos para tomar mate y discutir jugadas, que los dos tuvieran el mismo reflejo de saltar de la silla cuando metían un gol los de la banda roja y se abrazaran hasta fundirse en un solo ser desaforado y gritón. Por esa misma pasión que los unía, su hermano fue el primero en llevarla a una cancha de fútbol, a pesar de haber nacido y vivido hasta los 10 años frente a una, y fue él quién se sentó a explicarle los diferentes esquemas tácticos, las posiciones de los jugadores y le contó alguna que otra leyenda porque entendía que a su hermana no le bastaba con lo que le entraba por los ojos cada vez que asistía al maravilloso espectáculo del partido con la salida del equipo a la cancha, los millones de papelitos volando por el aire, los cantitos con los que se alentaba y la lluvia de insultos que siempre tenían de protagonista al árbitro; no le era suficiente ver y sentir los partidos que se disputaban, quería comprender el juego completamente y así poder sentirse calificada a la hora de opinar en las reuniones con amigos, en la cancha misma, o en las discusiones propias del almuerzo de cada día, desafiando a sus amigos y hasta a su padre por una jugada bien armada, una mano no sancionada o una posición adelantada.
Por eso le dicen “pablito”, por eso sus amigas le dicen que le va a crecer pronto la barba y por eso sus padres tuvieron que aprender a convivir con ella y sus pasiones y comprender que su amor desenfrenado por aquél deporte exclusivo de hombres no se trataba de un desorden hormonal sino de un gusto personal que a lo largo del tiempo fue transformándose en más exquisito y selecto.
Al día de hoy continúa intacta su exaltación frente a la pelota, sigue yendo a la cancha con su hermano y junto a él grita los goles como loca, insulta árbitros y alienta al equipo saltando y cantando. Sin embargo, cuando retorna a su casa luego de la jornada futbolera, se toma unos minutos para mirarse otra vez en el espejo, tal como al principio, y sonríe. Si, sonríe porque se ve segura y feliz de ser una mujer que se anima a jugar con los roles y los estereotipos socialmente aceptados, se atreve a ser “pablito” frente al mundo por un rato para disfrutar del deporte que le saca sonrisas y la buena música del alma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario